Siete años después del inicio de las negociaciones, la Unión Europea y Canadá han firmado este domingo el tratado bilateral de libre comercio —CETA por sus siglas en inglés—. El pacto, el mayor acuerdo comercial firmado hasta ahora por Bruselas, elimina la práctica totalidad de los aranceles que gravan los intercambios entre ambas potencias y prevé efectos positivos para el crecimiento y el empleo. Bruselas estima que tendrá un impacto favorable para el PIB europeo de 12.000 millones de euros anuales, mientras que los beneficios para Canadá serán proporcionalmente mayores: Europa es su segundo socio comercial solo por detrás de Estados Unidos —Canadá es el duodécimo para la UE—, y sus empresas mejoran el acceso a un mercado de 508 millones de consumidores.
El largo camino hacia su aprobación ha provocado que los impulsores del CETA, el expresidente de la Comisión Europea, Jose Manuel Durao Barroso, y el antaño primer ministro canadiense, Stephen Harper, hoy alejados de la primera línea política, no estén en el momento de su firma. En su lugar, han rubricado el documento el presidente del ejecutivo comunitario, Jean Claude-Juncker, el líder canadiense Justin Trudeau, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk y Robert Fico, primer ministro de Eslovaquia, que ostenta la presidencia de turno de la Unión.
El CETA entrará provisionalmente en vigor cuando la Eurocámara dé su consentimiento al texto en los próximos meses, y su aprobación definitiva solo llegará con la ratificación de los Parlamentos de los Veintiocho, en un proceso que durará años. Entretanto, la política comercial europea concentrará sus esfuerzos en el tratado que negocia con Estados Unidos —TTIP por sus siglas en inglés—, cuyo futuro es bastante más incierto que el firmado con Canadá. Dirigentes europeos como el presidente francés, François Hollande, o el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel, han expresado públicamente sus reservas hacia el pacto. El presidente de Valonia, Paul Magnette, ha sido más explícito al señalar que está «muerto y enterrado», y las calles de Alemania han vivido multitudinarias movilizaciones en su contra. Tampoco los candidatos a la presidencia estadounidense, Hillary Clinton y Donald Trump, han incluido entre sus prioridades el TTIP, una apuesta de la Administración Obama.
El tortuoso trayecto hasta la firma del CETA ha dejado varias lecciones a los negociadores europeos. La mayor y más evidente, que condicionar la aprobación de los tratados a la decisión de casi 40 parlamentos expone a la estrategia comercial continental a ser rehén de vaivenes políticos internos que ponen en juego la credibilidad de Europa como socio.
Los acuerdos comerciales han dejado de ser considerados por la opinión pública como esos textos plagados de tecnicismos cuyo contenido generaba la indiferencia de lo que se estima lejano y ajeno. Sus críticos enarbolan el secretismo de las conversaciones como argumento para desconfiar de sus efectos. Y si aprobar provisionalmente un acuerdo con Canadá, un país de 35 millones de habitantes encabezado por un líder progresista y con unos estándares similares a los europeos, ha requerido de sangre, sudor y lágrimas, futuros tratados se arriesgan a nadar contracorriente frente a la permanente sospecha de los sectores contrarios a la globalización, cuyo poder ha aumentado en los últimos años a izquierda y derecha del arco ideológico parlamentario.
Junto al TTIP, en el horizonte aguarda también otro tratado transatlántico con el bloque de países de Mercosur salvo Venezuela —Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay—, con unas negociaciones que avanzan a tirones tras iniciarse en 1999 y congelarse cinco años después para retomarlas de nuevo en 2010. También definir el tipo de relación comercial con Reino Unido tras un Brexit que se prevé duro y desagradable.
Pero hoy, tras salvar temporalmente los muebles, era un día de triunfo. El trío de líderes ha posado en todo momento sonriente durante la ceremonia de la firma, una imagen que contrastaba con la de la ministra de Comercio canadiense, Chrystia Freeland, de hace poco más de una semana, cuando a la salida de las conversaciones con Valonia dio por fracasado el acuerdo sin apenas poder contener las lágrimas. “¡Bien hecho!” ha felicitado Trudeau a Tusk a su llegada al edificio del Consejo.
El avión de Trudeau
La jornada ha sido tan accidentada como polémica ha generado su aprobación. El avión del primer ministro Trudeau tuvo que regresar al aeropuerto de Ottawa al poco de despegar por un problema mecánico, y aterrizó finalmente en Bruselas con una hora y media de retraso. Mientras, manifestantes contrarios al pacto intentaron penetrar en el edificio donde se firma vistiendo un mono blanco embadurnado de pintura roja, pero la policía les impidió el paso y al menos 16 de ellos han sido detenidos.
El acuerdo ha tenido como mayor obstáculo las reticencias de Valonia, una de las tres regiones que conforman Bélgica, cuyo rechazo al tratado ha retrasado su firma tres días. Pese a las maratonianas negociaciones mantenidas en la última semana, que incluso amenazaban con dejar el tratado aparcado en un cajón, tanto las 1.598 páginas del texto final del CETA como la declaración adjunta que lo acompaña se han mantenido sin cambios. La región valona solo dio su brazo a torcer tras obtener garantías sobre el mercado agrícola y los tribunales de arbitraje para resolver litigios entre Estados y multinacionales. “Hace pocos días leíamos en la prensa que el CETA estaba muerto. Hoy tenemos un acuerdo que puede ser considerado como estándar para futuros tratados”, ha señalado el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, que jugó un rol decisivo para desbloquear las negociaciones.
Las matizaciones logradas por Valonia no han sido suficientes para contentar a las organizaciones sociales. Los ecologistas de Greenpeace centran ahora su esperanza en que el CETA no pase el proceso de ratificación en los parlamentos. Una única negativa basta para dar marcha atrás y cancelar el acuerdo. “Probablemente no sobrevivirá al escrutinio legal y democrático del proceso de ratificación. Es hora de que nuestros gobiernos rompan con los lobistas y rediseñen una política comercial basada en el interés público”, ha pedido la responsable de Greenpeace en la materia, Shira Stanton.
Fuente: Elpais.com
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